El inefable complot de la primavera
Por Ulises Naranjo
En las acequias, la escarcha renunciaba a su romance con el barro podrido, mientras los primeros brotes, tímidos y valientes, partían la corteza de los viejos carolinos de Villa Marini. Entonces, retornaba el minucioso misterio de los nidos con pichones y, con ellos, la voracidad de las urracas, muchas de ellas aún niñas como las torcazas. Para unas y otras, eran los primeros pasos en la danza de la supervivencia.
Aunque nunca conversamos al respecto, todos los vecinos éramos conscientes de que la primavera urdía un complot para sacarnos de nuestro centro. Los inviernos solían ser naturalmente discretos: las familias se reunían por las noches en torno a una única luz y un brasero escupiendo monóxido de carbono (quizás por esto, ya crecidos, nos descubrimos estúpidos).
Todos oíamos canciones en la radio, las madres tejían sus tristezas, los padres olvidaban y los niños ignorábamos que en las universidades, los colegios privados y en el Liceo Militar se cocía a fuego lento la flor y nata de la futura dirigencia provincial. Después de unos meses de sabañones, sopas con fideos cabello de ángel, acolchados armados con ropas viejas y yerbiados con pan casero, salíamos a la calle con el primer deshielo y otra vez los vecinos nos mirábamos las caras, buscando las señales de la zoncera.
Todos sabíamos que asomar el hocico a la vida nos convertía en presa del inefable complot de la primavera. El objetivo: perdernos el equilibrio, ponernos bobos, zonzos, lentos y, ya a punto, enamorarnos. La primavera ordenaba que ya no era necesario cargar con aquellos pesados pulóveres de lana materna; de este modo, los incipientes calores nos revelaban que, por ejemplo, a la chica de enfrente le había crecido ostensiblemente la pechuga y su cadera lucía ensanchada y poderosa.
Es más, si se agudizaba la napia, compitiendo con el aroma de malvones, mentas y cedrones, se podía percibir el perfume de mujer de aquellas niñas que habían muerto en el transcurso del invierno.
El plan consistía en hacernos creer que se trataba del amor, cuando en realidad, como los brotes y los pichones, aquella maravilla que estallaba no era otra cosa que el manotazo más perfecto del deseo.
La estrategia se afirmaba azuzando el resto de los sentidos: un tímido beso en la mejilla, una canción de Angela Carrasco o Camilo Sesto y un vaso de limonada nos convertían, en cualquier tarde, en una especie de esperma con patas dispuesto a la peor de las contiendas.
El tiempo ha pasado y la invicta erosión primaveral, sumada a nuestra poca predisposición a la batalla, nos ha ido convirtiendo en incapacitados sensoriales.
Sin haber conocido ni por asomo eso que llaman amor, el deseo va tomando la inequívoca forma de un paraíso perdido en los pasillos de un hospital, un banco, un shopping, un regimiento o un sitio por el estilo.
A fin de cuentas, terminaremos pensando que, contra lo que se supone, la intención de la primavera –montada en su carnaval de banderines, matracas y globos de colores– es alejarnos del amor.
Si así son las cosas, hay una sentencia pronta al cuño: el amor, el verdadero amor, es un brasero con monóxido de carbono negando el centro mismo del invierno.
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